Comentario
Es el Barroco uno de los períodos álgidos de la Historia del Arte gallego, en especial en lo que afecta a la arquitectura y la retablística, de tal modo que desde el Románico no se había asistido a un tal afán de renovación de las fábricas religiosas como el que se va a desarrollar desde mediados del siglo XVII hasta la segunda mitad de la siguiente centuria. Galicia asiste entonces, tanto a nivel urbano como rural, a un fenómeno de transformación de sus estructuras arquitectónicas y urbanas sólo comparable a los momentos culminantes de épocas históricas anteriores.
No deja de llamar la atención el hecho de que este fenómeno renovador coincida con un prolongado periodo de estancamiento económico, consecuencia de la pérdida de cauces comerciales, el hundimiento de la incipiente industria y los enormes gastos derivados de la guerra con Portugal, fenómenos sólo en parte paliados por las prebendas reales y, sobre todo, por el sistema de foros que dominaba la posesión y el trabajo de las tierras. Es el clero, tanto urbano como monástico, el principal poseedor de estas tierras, y por consiguiente el más directo beneficiario del sistema foral que le reporta unos enormes beneficios capaces de permitir abordar el remozamiento o la renovación total de las viejas fábricas románicas que habían subsistido, con mayores o menores transformaciones, desde el siglo XII.
Hay que resaltar asimismo el papel que juega el Cabildo de la catedral de Santiago en todo este impulso renovador, pues su privilegiada situación económica, así como el afán por conservar la catedral como uno de los edificios más significativos de la Cristiandad, le van a convertir en el decidido defensor de una opción artística nueva, la barroca, que desde allí irradiará por toda la región de la mano de arquitectos como Andrade, Fernando de Casas o Ferro Caaveiro.
La evidente recuperación económica que se detecta en Galicia a partir de los primeros años del siglo XVIII va a propiciar la aparición de una nueva clientela, la pequeña nobleza, muchas veces de segundones de grandes familias cuyos primogénitos se habían trasladado a la Corte. Estos acometerán en ese momento la construcción de palacios ciudadanos, contrapunto de la arquitectura eclesiástica, al mismo tiempo que, en sus posesiones campesinas, construyen esas peculiares viviendas, mezcla de villa de recreo y vivienda campesina, que son los pazos.
Aparte de estos dos grandes estamentos promotores de las obras arquitectónicas más significativas y de mayor empeño, no podemos olvidar el enorme esfuerzo constructivo centrado en las pequeñas parroquias rurales, donde el fervor popular intervino para dar un aire nuevo, con frecuencia imitando a los edificios ciudadanos, a cada una de las iglesias dispersas hasta los más apartados rincones de la geografía gallega; en todas ellas, con mayor o menor empeño y humildad, se llevaron cabo obras durante los años que nos ocupan.
Hasta mediados del siglo XVII no podemos hablar en rigor de la voluntad innovadora en la arquitectura gallega, sino que las obras que se llevan a cabo en estos momentos continúan con un planteamiento clasicista de raíz palladiano vignolesca llegado, ya sea a través de la escuela de Valladolid (piénsese en el Colegio del cardenal Castro de Monforte, la iglesia del monasterio de Montederramo o la de Monfero) o del influjo siloesco que aporta Bartolomé Fernández Lechuga. Por otra parte, salvo en los monasterios, la actividad constructiva durante esta primera mitad del siglo está bastante paralizada, no se acometen grandes proyectos ni siquiera en la catedral de Santiago, que parece sumida en un letargo del que saldrá, a partir del año 1649, cuando entra a formar parte de su Cabildo don José de Vega y Verdugo, el verdadero promotor de toda la renovación barroca de la catedral y, por ende, el gran impulsor del barroco gallego.